sábado, febrero 17, 2007

Un producto de mala calidad y su fabricante de dudosa reputación

Vivimos en una sociedad de consumo. Es importante saber a que tipo de cosas obedece nuestra conducta en términos objetivos. Es posible que seamos ciudadanos con derecho a voto para los políticos, pero para las corporaciones y sus economistas somos consumidores proclives a la compra de bienes y servicios. De modo que en el día a día nuestro comportamiento está condicionado por nuestros hábitos consumistas más de lo que sospechamos.

Los estudios de mercado se centran en los hábitos del consumidor. Con la ayuda de la estadística sabremos si nuestro producto tiene futuro en un mercado. Mediante el arte de la manipulación podremos vender cosas que el consumidor no necesita. Con una estudiada operación de marketing nuestro producto llegará a una generalidad de personas. Hoy en día, un consumo a gran escala requiere una manipulación a gran escala, o sea, de masas. Los estados podrán regular algunas de nuestras conductas pero las corporaciones condicionan nuestros hábitos.

Las leyes de la oferta y la demanda hacen que el mundo gire. A menudo nosotros necesitamos o codiciamos algo que no tenemos. Pero siempre hay alguien dispuesto a ofrecerlo a un precio.

No somos bosquimanos del Kalahari y siempre necesitamos cosas. Son los bienes de consumo. Para necesitar un producto, primero hay que sufrir su ausencia; para codiciarlo hay que saber de su existencia. Gracias a la información –publicidad- no sólo veremos la forma de satisfacer nuestras necesidades sino que descubriremos que teníamos otras de las que no éramos conscientes. Algunos publicistas tienen realmente mérito; serían capaces de venderle una radio a un sordo o un televisor a un ciego. La cuestión no es cubrir las necesidades del consumidor sino creárselas.

Los que ofertan nos hacen ver que necesitamos algo y nos convencen para que lo compremos a base de mensajes, ya sean explícitos o subliminales. Todos nos sentimos cómodos con este equilibrio aunque nos inquiete un poco la deuda ecológica con tanto comprar, usar y tirar.

Puede suceder que el producto que compramos no cumpla con la función que nos prometió el vendedor. Entre otras razones ello puede ser debido a la mala calidad del producto. Si, a sabiendas, el vendedor cobra un precio excesivo por algo o nos engaña al crearnos falsas expectativas, podríamos estar ante la estafa.

Para prevenir la estafa o evitar otras inconveniencias propias de los libres mercados, existen mecanismos destinados a fijar unos estándares mínimos de calidad en la fabricación de ciertos artículos. Un sello de verificación industrial puede garantizarnos unos mínimos de duración, eficiencia, fiabilidad, seguridad etc. Es algo muy común en maquinarias industriales.

Los alimentos envasados no se libran de este tipo de controles. Han de tener fecha de caducidad y el fabricante debe especificar tanto los ingredientes como los productos conservantes que contienen. Las cremas y cosméticos igual. Además, si se detecta una partida de alimentos u otros productos dañinos para la salud del consumidor, puede que Sanidad trate de interceptar su distribución.

El tabaco fumado es sin duda algo excepcional entre los bienes de consumo. La gente ni lo necesita ni lo valora y, con todo, un 30% de la población insiste en comprarlo una y otra vez. Es tolerado por la sociedad y auspiciado por el Estado pese a no poder cumplir con muchos de los requisitos mínimos de calidad. Incluso tiene un puesto de honor al ser incluido en el cálculo del IPC como si fuese un producto de primera necesidad. Por su parte, el Ministerio de Sanidad y Consumo no obliga al fabricante a dar excesivos detalles sobre la complejísima composición del producto. Con declarar la proporción de alquitrán, nicotina y un par de sustancias químicas más que contiene es suficiente; entre otras cosas porque al consumirse, debido a cierto proceso químico –combustión-, se generan otras muchas sustancias nocivas, molestas y peligrosas de comprometido recuento.

Debe de ser porque es uno de los secretos mejor guardados del mundo, como el de los ingredientes de la Coca Cola. O quizás sea porque no se digiere sino que sólo entra directamente en el flujo sanguíneo a través de los pulmones, de manera que no puede causarnos una indigestión –aunque juraría que lo hace sin siquiera ser uno el que lo usa-. Además, pese a lo escandaloso de su sucia combustión, tampoco es necesario que aparezca impreso en su envoltorio el texto “outdoor use only”, como en el de los artefactos pirotécnicos de fabricación china. Las sugerentes esquelas fúnebres parecen suplir todas esas faltas.

El éxito de los publicitas tabaqueros es lo más asombroso. Por lo general, los productos del tabaco tienen la publicidad severamente limitada o prohibida. No obstante, la tabacalera gasta casi la mitad de sus fabulosos ingresos en publicidad invisible. Es algo realmente extraño, como lo es el hecho de que fuman sordos que no escuchan la publicidad en la radio y ciegos que no la ven en televisión ni la ojean en el periódico, entre otros. A veces me pregunto si un desmesurado carácter adictivo del producto tiene algo que ver con su rotundo éxito, capaz de acaparar y centralizar la demanda de tanta gente.

Indiscutiblemente, es el bien de consumo perfecto. Su fabricación es barata, su transporte y conservación lo son aún más. Para el usuario final del producto, su calidad no cuenta y la cantidad de dinero que se destina a él tampoco. Además, es una provisión básica y se paga por él con la regularidad propia de un suministro.

El tabaco es algo “natural y necesario” en nuestra sociedad. Los coches emiten humo catalizado por el tuvo de escape, los fumadores humo por sus cigarros. El humo de los vehículos a motor es el precio que pagamos por el milagro del transporte y la locomoción. El humo de los cigarros en el interior de los edificios es el precio que pagamos porque sí.

Para colmo, el Estado grava generosos impuestos como si se tratase de combustible; aunque no muchos, para no ahogar la venta por la subida del precio final en el mercado. En definitiva, el Estado se esmera bastante en auspiciar su consumo. Debe de ser que de la misma manera que los coches necesitan gasolina para alimentar sus motores a explosión, los fumadores necesitan cigarros para Dios sabe qué.

jueves, febrero 15, 2007

Lo último de los Carnavales de Santa Cruz

No contentos con la última decisión judicial de levantar la suspensión cautelar de las celebraciones, so pretexto del Juez de que, tal asunto, era “cosa juzgada”, el Alcalde decidió señalar con el dedo acusador a los vecinos vencidos y humillarlos hasta la saciedad. Arropado por el clamor populachero, ha querido que las víctimas queden como unos malos y quisquillosos vecinos. Ya llovía sobre mojado pero daba igual; para ellos eran pocos y cobardes y esas rebeliones conviene aplastarlas, máxime con elecciones a la vista. El Parlamento Bananero se ha pronunciado; ha venido ha decir que ellos son los caciques que mandan y que la Isla es suya. Eso es lo que subyace tras el acuerdo unánime de no aplicar las normativas de calidad acústica para eventos excepcionales como este.

No sé si Tenerife es España o no, pero no es Europa. No me aterra el hecho de que se hayan salido con la suya, sino las formas de hacerlo. Es esa insensibilidad ante la desgracia de una débil minoría, víctima de un ultraje inmerecido. Es la falta de civismo promovida desde el propio Ayuntamiento que sólo mira los intereses de unos pocos abusones y el favor de una morralla vociferante. La separación entre los tres poderes no existe porque ellos han dicho que al ser unánimes son los que mandan, que ya han doblegado a la tímida justicia y que las leyes no son de aplicación gracias a sus “excepcionalidades” porque las calles son suyas, y los vecinos qué se aguanten. Que ellos legislan, juzgan y ejecutan.

Pero los caciques de la tribu no han querido mostrar un mínimo de compasión, de la misma manera que el populacho chicharrero tampoco ha sido tan “romántico” como para dar emoción a la cosa. El carnavalista de a pie piensa que, por ser más numeroso, tiene derecho a pisotear derechos ajenos, a abusar de su posición ventajosa imponiendo su propia Ley del Ruido. Mientras en alguna pancarta podía leerse, “Al que no le guste el Carnaval de Santa Cruz que se joda”, el Alcalde se unía a los incívicos no con mucho más decoro. Decía que era un atrevimiento hostil por parte de los vecinos el ir a la Justicia en lugar de al “dialogo”, como si fuésemos tan ingenuos y pensáramos que no lo intentaron primero por las buenas en años anteriores.

Pero la cosa no ha acabado ahí. El Alcalde ha venido a decir que el ruido tiene carta blanca durante estas fechas. Reconoce que, incluso eliminando los equipos amplificadores de sonido presentes en los garitos, los niveles de ruido iban a seguir estando por encima del límite de los 55 decibelios. Ganada la batallita, los “valientes” del Consistorio pasan a la estrategia de a-barco-hundido-cañonazos. De esta manera prosigue el Alcalde con el recochineo y añade que, por tanto, le va a dar igual que sean 56 o 200 los decibelios, que no va a acotar los itinerarios de las profesiones, ni establecer horarios, ni controlar nada, que los insidiosos vecinos han quebrantado tantos tabúes que merecen un castigo ejemplar.

Así es como se las gastan nuestros crueles gobernantes con los ciudadanos, consumidores y vecinos que luchan por mejorar su calidad de vida, por defender sus derechos o por poder dormir en sus propias casas. A la razón responden con represión estos matones, ¿Queda claro?

Perdón, ya no volveremos a osar enfrentarnos a los intereses políticos aunque nos vaya la vida en ello. Hemos cometido un terrible error al creer que la Justicia debía ayudarnos. No volveremos a hacerlo porque no vale la pena. Hemos quedado mal y no hemos conseguido nada.

martes, febrero 13, 2007

In dubio pro fumo: cajeros automáticos

Conforme los diferentes estados iban redactando leyes encaminadas a restringir el consumo de tabaco en lugares cerrados, la Industria Tabaquera tenía que neutralizar los ataques legales de los Estados con su mejor antídoto: la confusión.

No hay nada más fácil y rentable para la Industria que sembrar dudas. Ello es posible porque es precisamente lo que el fumador quiere oír: Que el fumar no es tan malo, que hay cosas peores y que no molesta tanto a otros como dicen algunos exagerados. El fumador profesa la moral del débil y sobrevive anímicamente a base de autoengaños y con el consuelo de la inevitabilidad. Gracias a su conformismo patológico da por hecho que todo está bien con su vicio porque es consecuencia del libre albedrío, que no vale la pena dejar el hábito que le hace toser porque la mayoría no lo consigue o es demasiado sacrificado, que además se va a morir de todas maneras, que le haría un flaco favor al Estado y a los estanqueros y sepultureros a quienes dice emplear, que el vicio es algo natural e inherente al ser humano, que a lo mejor si fuma sólo 12 cigarros al día en lugar de 15 ya no le perjudica en absoluto, que es posible que fumar tenga beneficios porque no hay mal que por bien no venga etc.

La pertinaz confusión que arroja el texto de la Ley 28/2005 y su tímida aplicación, no nos molestaría si los ansiosos fumadores hubieran seguido practicando su vicio a toda costa pero sin molestar a los que no fumamos. Pero, generalizando, no es así.

La nicotina hace estragos en la conciencia, en la dignidad y en la entereza de una persona. El síndrome de abstinencia muestra lo peor del ser humano en su relación con otros seres humanos diferentes a él –que no fuman-, hace que aflore en ellos ese autodestructivo y a la vez destructor alter ego por muy maravillosas personas que sean.

Dada la debilidad que sufre el adicto, su proclividad a la infracción no se puede aplacar fácilmente si no se es claro y firme. Nuestros hermanos italianos comprendieron desde un primer momento que, por lo general, el fumador, cuando saca su cigarro no lee leyes, no ve señales, es duro de oído cuando es advertido, es despistado y es olvidadizo. Pese a la superior dureza del texto italiano, allí la norma es el cumplimiento de su ley. Aquí la norma es el incumplimiento de la nuestra.

Con esto, la penosa situación del no-fumador en las ciudades tiene su consecuente reflejo en el mundo rural, en esos pueblos de la España profunda que están lejos de las grandes capitales. Ahí la cosa es incluso peor. Es el caso de los cajeros automáticos en cuya entrada parece que está feo o prohibido colocar un cartel de “Prohibido fumar” o de “Espacio sin humos”.

En los pueblos, las policías locales dicen que gracias a Dios no han recibido aún orden o instrucción alguna para hacer valer el cumplimiento de los preceptos de la Ley Antitabaco. Tampoco esperan recibirla de manera inmediata, por fortuna. Como quiera que sea, lo más prudente para ellos es abstenerse de llevar a cabo proezas apagando cigarros. Dicen los jefes de Policía Local que eso es cosa de los bomberos, de la benemérita, del ejército o de los GEO, pero nunca de su competencia o de su incumbencia.

Era fácil de prever que cierto cajero de cierto pueblo se hubiese convertido en el cobijo de los fumadores frioleros y temerosos del cáncer de piel en días soleados. La ubicación se presta a ello, sobre todo si tenemos en cuenta que está en frente de un bar de tapas y al lado de una sala de juegos de azar. En este caso, al no haber cartel, pero sí una papelera con cenicero, no es que no se le disuada al fumador en su objetivo. Más bien es que se le tienta, se le invita. Esto para un fumador de pueblo equivale a una obligación por ser algo irresistible. Si el cenicero se ve desde el exterior del cajero parece que donde esté prohibido fumar sea en la calle, y que sea un crimen capital no fumarse un pitillo mientras se realiza una consulta de saldo.

A ver si se dejan ya de estupideces los mismísimos directores de sucursal y cumplen con su deber: poner de manera clara y visible el cartel de prohibición y retirar esos serviles ceniceros. Ahí sólo se entra para sacar dinero, no para fumar ni para que te líen la de San Quintín ahumando una cabina acristalada aprovechando que no tiene ventilación. Si se niegan a colocar los hostiles carteles de “Prohibido fumar”, por lo menos podrían instalar unos extractores de aire para que no nos asfixiemos. Tienen cámaras de seguridad que graban todo lo que allí sucede; qué no me digan que no saben si allí se fuma o no, como si a estas alturas hiciese falta una comprobación fáctica. Por favor…

domingo, febrero 11, 2007

La sordera que produce el ruido

He tenido la oportunidad de leer en la edición del 9 de Febrero del Metro Canarias un artículo de opinión de José H. Chela titulado “Decibelios”, en referencia a la suspensión cautelar de la celebración de los carnavales de Santa Cruz. Sé de primera mano lo que es soportar en tu propia casa niveles de ruido inadmisibles pero es obvio que no es el caso de este periodista. El hecho es que me indigna la frivolidad populachera con la que aborda este tema. Está claro que es docto en como decirle o gritarle a la gente lo que quiere oír. Sin embargo, no parece conocer en profundidad la naturaleza del asunto en cuestión; sólo esgrime un simplista argumento que pone de manifiesto una visión superficial y una absoluta falta de empatía para con los auténticos afectados.

El ocio es algo alternativo. Si yo no puedo divertirme y disfrutar de una manera en un momento y lugar concretos lo haré en otros o de otras maneras. En cuanto al derecho al descanso y a la intimidad, sólo tengo una casa que es el único lugar en el que están asegurados mis derechos en virtud de la inviolabilidad de mi domicilio y, salvaguardados, del jolgorio propio de las convenciones sociales.

Es posible que la gente necesite de la purificación de todo extremismo vehemente que le ofrece el carnaval a modo de catarsis. Comprendo que no se puede ser un aguafiestas y pretender que la mayor parte de la masa popular permanezca impasible ante el rito dionisiaco. Sin embargo, puede haber gente a la que no le apetezca participar de la fiesta hasta altas horas de la noche durante diez días seguidos en su propia casa, por mucha tradición que tenga toda una institución como es el carnaval.

Para desgracia de H. Chela, los tiempos han cambiado. Hoy en día, la aglomeración en las superpobladas ciudades, unida al no siempre deseable desarrollo urbanístico, industrial y tecnológico, hace que entren en conflicto derechos y libertades por culpa del ruido. Además, la sociedad evoluciona y demanda una cada vez mejor calidad de vida que incluye un medio ambiente digno, de tal manera que el derecho y sus fuentes se van acomodando poco a poco a tales exigencias. Es una sencilla cuestión de progreso social y su adaptación a las nuevas circunstancias de hecho, no sólo de civismo impuesto. Así por ejemplo, se ha reconocido la existencia de la contaminación acústica como realidad incuestionable. Por ello, se están confeccionando mapas de ruido por toda la geografía española con un objeto: proteger el derecho a la intimidad, al medio ambiente digno -e incluso la salud- de los ciudadanos.

En este caso, el Juez podrá o no podrá “impedir que la gente se eche a la calle”. Tampoco creo que sea su intención imponer un toque de queda. No obstante es una decisión valiente y ejemplar que abre las puertas a la búsqueda de una solución para los vecinos afectados por el ruido. Ahora es el deber del ayuntamiento velar porque se respete el espíritu de la decisión judicial más allá de intereses electoralistas.

En cuanto a lo de que “treinta o cuarenta personas con guitarras, tambores, maracas y demás, cantando a grito pelado, generan, estoy seguro, muchos menos decibelios que un chiringuito estudiantil con un pedazo de equipo reproductor”, eso estaría por ver. Según las zonas y las horas del día eso puede suponer una molestia inaceptable o no. En cualquier caso, además de eliminar los perniciosos chiringuitos estudiantiles con aquellos equipos musicales y sus exageraciones volumétricas, habría que acotar con garantías las zonas y los horarios de actuación de esas parrandas carnavaleras. De otra manera, es lógico que sólo se permita la celebración del carnaval si es trasladado a las afueras o a un recinto ferial.

Por otra parte, no me parece acertado comparar las molestias del carnaval con las de las obras municipales, -taladros y maquinarias pesadas-. No siempre se pueden comparar ni por horarios, ni por magnitud, ni por grado de necesidad o inevitabilidad. No obstante, me parecería normal, hasta loable, que se denunciasen los ruidos y las molestias que producen esas obras de acuerdo con los supuestos que contemple la Ley.

A estas alturas me sorprende que aún haya periodistas que traten de ganarse el favor de los lectores justificando las actitudes incívicas propias de la cultura del abuso. Que lo hagan sólo porque sean asimiladas por la comunidad y el perjuicio sobre una minoría no merezca atención por una mera cuestión de sacrificio, por una razón numérica. Todo ello mientras se sigue usando como reclamo el infantil pregón del “prohibido prohibir”.

viernes, febrero 09, 2007

Fumadores, motos, tolerancia y civismo

Recientemente, he podido conocer a alguien que asegura pertenecer a una asociación antimotera y a un club de fumadores. Este esclavo del cigarro, dice ser consecuente con su forma de pensar. Partiendo de ciertas ideas preconcebidas, llega a la conclusión de que el gobierno debería prohibir las motocicletas antes que esforzarse en regular el consumo de tabaco.

No es de extrañar, es algo muy frecuente entre los enganchados al cigarro. No tanto lo de odiar las motos sino lo de perder capacidad crítica a causa del susodicho. Este en concreto parece que además, por prejuicio y desconocimiento, ha caído víctima de la moto-fobia. Este género de personas vienen a decir: “¡Oh, qué miedo! los motoristas. Esos parias del tráfico rodado. Esos enloquecidos tan amantes de la conducción temeraria a lomos de esa máquina infernal, con ese desprecio tan descarado por la vida propia y ajena. Las motos, qué vehículos tan ruidosos, egoístas y sanguinarios. Qué maleducados y molestos son esos niñatos gamberros, cuando cada vez que nos paramos en un semáforo en rojo, se colocan adelantados a ambos lados de nuestro coche, cual moscas cojoneras. Son sin duda los michelines que le sobran al tráfico rodado…”

Cierto es que el número de fallecidos en accidentes de motocicletas y ciclomotores es mayor, pero también es cierto que estos conductores no suelen morir por culpa de otros motoristas.

La moto en sí, dada su poca masa, es en caso de colisión un elemento menos peligroso para la integridad física del conductor de coches que otros vehículos más pesados u otros obstáculos presentes en la vía pública. El conductor responsable no es necesariamente más temerario por el simple hecho de ir en moto. Todo lo contrario, asume más riesgos de modo que, en caso de caída o colisión, se atiene a peores consecuencias que si sufre un accidente en coche. Por tanto, conducirá de manera más atenta y respetuosa por la cuenta que le trae.

En otras palabras, lo que eleva la estadística de fallecimientos entre los motoristas es la menor seguridad pasiva inherente a la naturaleza de estos vehículos. Pero en términos objetivos, la motocicleta constituye una amenaza mucho menor para otro tipo de vehículos; es decir, su peligrosidad activa es menor. De hecho, los vehículos de dos ruedas pagan un mayor precio en el seguro, no porque constituyan un enorme peligro para terceros, sino por su propia fragilidad relativa con respecto a ellos.

Entonces, podemos ver como se aplica un baremo estadístico ventajoso para el resto de vehículos. Pues apreciamos como los seguros de motos reciben un recargo extra para compensar el coste de los daños causados por otros vehículos o elementos de la calzada y, por tanto, injusto para los motoristas.

La integridad física de un motorista depende en gran medida del respeto con la que los demás conductores se comporten en el espacio vial común, pero viceversa tal dependencia no existe en la misma medida. En tal caso, podemos concluir que, de alguna manera, las compañías aseguradoras en España penalizan económicamente a los usuarios moteros de la vía pública en base a su propia fragilidad. Con ello, obtienen una compensación económica que les permite ofrecer un trato de favor a los vehículos más pesados y, por tanto, de mayor peligrosidad activa.

En definitiva, parece concedérsele más crédito social al conductor que va en coche por algo que no depende de él. Es decir, no se valoran actitudes individuales sino consecuencias estadísticas de actos ajenos.

Curiosamente, no termina de ocurrir lo mismo con los fumadores, a quienes que se les sigue dispensando una protección prácticamente incondicional independientemente de sus contratiempos estadísticos. Máxime cuando dependen de ellos mismos para infligir daño o no en la salud de terceros -además de otras molestias-. Por el contrario, justifican su mala educación generalizada, al fumar en sitios en los que no deberían, con la “tolerancia” de nuestra sociedad.

La buena educación vial es algo que todos los usuarios de la vía pública pueden asimilar por igual. El concepto pasivo de tolerancia, no juega ningún papel en el buen discurrir del tráfico rodado, sólo lo hace la conducción respetuosa. Cada conductor ha de ser conocedor no sólo de la peligrosidad activa inherente a su vehículo, sino sobre todo de la fragilidad de los vehículos que poseen menor seguridad pasiva. En un sencillo ejercicio de empatía, podemos comprender por ejemplo, que no debemos pasar a alta velocidad a menos de metro y medio de una bicicleta.

Los conductores no han de ser tolerantes o no con las motos, sino que el respeto mutuo es el que debe primar. De la misma manera que el conductor debe conducir con precaución para evitar atropellar a terceros, el fumador debe fumar con precaución, es decir, nunca en lugares cerrados o concurridos donde pueda dañar o molestar a otros.

La comprensión de estas comparaciones –y de las de otros artículos anteriores-, es la que nos puede dejar una idea clara del concepto de civismo, basado en el respeto a lo ajeno, y su importancia fundamental a la hora de juzgar la necesidad por parte del Estado de regular derechos y libertades.