martes, febrero 13, 2007

In dubio pro fumo: cajeros automáticos

Conforme los diferentes estados iban redactando leyes encaminadas a restringir el consumo de tabaco en lugares cerrados, la Industria Tabaquera tenía que neutralizar los ataques legales de los Estados con su mejor antídoto: la confusión.

No hay nada más fácil y rentable para la Industria que sembrar dudas. Ello es posible porque es precisamente lo que el fumador quiere oír: Que el fumar no es tan malo, que hay cosas peores y que no molesta tanto a otros como dicen algunos exagerados. El fumador profesa la moral del débil y sobrevive anímicamente a base de autoengaños y con el consuelo de la inevitabilidad. Gracias a su conformismo patológico da por hecho que todo está bien con su vicio porque es consecuencia del libre albedrío, que no vale la pena dejar el hábito que le hace toser porque la mayoría no lo consigue o es demasiado sacrificado, que además se va a morir de todas maneras, que le haría un flaco favor al Estado y a los estanqueros y sepultureros a quienes dice emplear, que el vicio es algo natural e inherente al ser humano, que a lo mejor si fuma sólo 12 cigarros al día en lugar de 15 ya no le perjudica en absoluto, que es posible que fumar tenga beneficios porque no hay mal que por bien no venga etc.

La pertinaz confusión que arroja el texto de la Ley 28/2005 y su tímida aplicación, no nos molestaría si los ansiosos fumadores hubieran seguido practicando su vicio a toda costa pero sin molestar a los que no fumamos. Pero, generalizando, no es así.

La nicotina hace estragos en la conciencia, en la dignidad y en la entereza de una persona. El síndrome de abstinencia muestra lo peor del ser humano en su relación con otros seres humanos diferentes a él –que no fuman-, hace que aflore en ellos ese autodestructivo y a la vez destructor alter ego por muy maravillosas personas que sean.

Dada la debilidad que sufre el adicto, su proclividad a la infracción no se puede aplacar fácilmente si no se es claro y firme. Nuestros hermanos italianos comprendieron desde un primer momento que, por lo general, el fumador, cuando saca su cigarro no lee leyes, no ve señales, es duro de oído cuando es advertido, es despistado y es olvidadizo. Pese a la superior dureza del texto italiano, allí la norma es el cumplimiento de su ley. Aquí la norma es el incumplimiento de la nuestra.

Con esto, la penosa situación del no-fumador en las ciudades tiene su consecuente reflejo en el mundo rural, en esos pueblos de la España profunda que están lejos de las grandes capitales. Ahí la cosa es incluso peor. Es el caso de los cajeros automáticos en cuya entrada parece que está feo o prohibido colocar un cartel de “Prohibido fumar” o de “Espacio sin humos”.

En los pueblos, las policías locales dicen que gracias a Dios no han recibido aún orden o instrucción alguna para hacer valer el cumplimiento de los preceptos de la Ley Antitabaco. Tampoco esperan recibirla de manera inmediata, por fortuna. Como quiera que sea, lo más prudente para ellos es abstenerse de llevar a cabo proezas apagando cigarros. Dicen los jefes de Policía Local que eso es cosa de los bomberos, de la benemérita, del ejército o de los GEO, pero nunca de su competencia o de su incumbencia.

Era fácil de prever que cierto cajero de cierto pueblo se hubiese convertido en el cobijo de los fumadores frioleros y temerosos del cáncer de piel en días soleados. La ubicación se presta a ello, sobre todo si tenemos en cuenta que está en frente de un bar de tapas y al lado de una sala de juegos de azar. En este caso, al no haber cartel, pero sí una papelera con cenicero, no es que no se le disuada al fumador en su objetivo. Más bien es que se le tienta, se le invita. Esto para un fumador de pueblo equivale a una obligación por ser algo irresistible. Si el cenicero se ve desde el exterior del cajero parece que donde esté prohibido fumar sea en la calle, y que sea un crimen capital no fumarse un pitillo mientras se realiza una consulta de saldo.

A ver si se dejan ya de estupideces los mismísimos directores de sucursal y cumplen con su deber: poner de manera clara y visible el cartel de prohibición y retirar esos serviles ceniceros. Ahí sólo se entra para sacar dinero, no para fumar ni para que te líen la de San Quintín ahumando una cabina acristalada aprovechando que no tiene ventilación. Si se niegan a colocar los hostiles carteles de “Prohibido fumar”, por lo menos podrían instalar unos extractores de aire para que no nos asfixiemos. Tienen cámaras de seguridad que graban todo lo que allí sucede; qué no me digan que no saben si allí se fuma o no, como si a estas alturas hiciese falta una comprobación fáctica. Por favor…

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