martes, mayo 30, 2006

Un fumador en mi ascensor

Hoy voy a confesaros un secreto: soy un adicto al porno. Sí, efectivamente, habéis leído bien; en realidad no sé ni como me queda tiempo para escribir en el blog si malgasto todo el santo día visitando tantas páginas guarras. Es más, la verdad es que soy alguien proclive a todo tipo de fornicaciones y al que no le importa hacer alarde de promiscuidad. ¡En serio!, soy un ser lascivo al que gusta todo: sadomaso, homo, trios, latex, cueros, vendas, masturbación, coito anal, fist-fucking, fustas, látigos, corrientes, esposas etc. En definitiva, soy un salido en toda regla. Para colmo suelo abusar de mi vicio hasta la extenuación y encima lo disfruto más si me lo monto en plan orgiástico. Porque para eso estoy metido en un círculo de intercambio con mis amigas y amigos, todos unos degenerados igual que yo, ¿Qué queréis que os diga si este libidinoso le va la marcha?. Quizás sea debido al hecho de que no fumo y con otros vicios tendré que suplir ese vacío. Vete tú a saber…Y curiosamente ni yo, ni cualquiera de mis pervertidos amigos molestamos a nadie con este tipo de actividades –al menos nadie se ha quejado hasta ahora- pero dicen que la mayoría de los fumadores -gente tan normal- sí molestan últimamente. ¿Por qué será?

Puede que la mayoría de los fumadores por otro lado no sean tan exageradamente depravados como yo. Supongo que los que no se hayan quedado impotentes tendrán una vida sexual ordinaria y además no estarán tan obsesionados con la carne y el fornicio como lo estoy yo. Tampoco lo sabemos porque no suelen insistir en compartir con nosotros los horribles detalles de su perversión sexual -si la tienen-. En cualquier caso, mis desviadas costumbres deberían por lógica ser más escandalosas para el público en general que el simple hecho de que alguien se eche un pitillo en un restaurante ¿no?

Sin embargo, hay algo que me llama la atención de la mayoría de los fumadores sociales y no sé exactamente qué es. ¿Será la forma de vestir? ¿La forma de hablar? ¿Quizás te observen con mirada sucia? ¿Alguna otra cosa rara o llamativa? ¿Su comportamiento gregario? ¿Los piercings? ¿Acaso el color del pelo? ¿Sus ennegrecidas dentaduras y sus amarillentas uñas?. No caigo, aunque debe ser algo que me molesta y no sé decir qué es. A ver si somos capaces de descubrirlo.

Vamos a pensar mal y suponer que yo soy un prejuicioso. Vamos a intentar hacer frívolos juicios de valor en base a las apariencias de los fumadores que tengo a mi alrededor. Así quizás podamos caer en la cuenta de que era lo que tanto me molestó el otro día. Demos por sentado que soy un puritano, un mojigato, un tiquis miquis delicado como el que más, tremendamente irascible, racista, sexista etc. para tratar de dar con la tecla que me haga recordar.

Para empezar, no los veo más maleducados que otros cuando hablas con ellos, no los veo blasfemar en exceso ni tan siquiera suelen hablar en voz alta más de la cuenta. Tampoco suelen vestir más horteras que este servidor -que es un quinqui y a menudo le gusta disfrazarse de santo inquisidor-. Si eso fuera así, para eso está la libertad de imagen y, si no me gusta su ropa, con no mirarla tengo suficiente. Si yo fuese muy religioso podría decir que la compañía de un cigarro no es la más indicada para estar en comunión con el Altísimo, pero con su fe allá cada uno.

Visualmente, hay algo de fetichista en el acto de fumar, quizás el ensayo de felación que practican a cada calada sobre todo si lo que fuman es un buen puro, u otro artefacto faliforme, o puede que sea el hecho de que es algo que los amantes fumadores practican tras consumar el acto sexual o antes –a veces también durante-. O a lo mejor el que ello recuerde a una manera de jugar al maestro y al esclavo. Y ese de la esquina que fuma en cachimba, digamos que es un poco friki con ese cacharro tan aparatoso, pero al no hacer ruido como el saxofón de Bill Clinton no me resulta desagradable saber que está ahí. Como quiera que sea, todas estas rarezas visuales siguen sin molestarnos si somos objetivos, y menos a mí, que estoy pervertido sexualmente y me va el voyerismo, de la misma manera que pocos deben de molestarse cuando me paseo por la orilla de una playa nudista mostrando mi repugnante físico. Ciertamente, yo tendría que tener una mente demasiado trastornada para sentirme agraviado por ese tipo de cosas que pertenecen al ámbito de lo privado, de lo íntimo de cada persona.

No voy le daré más vueltas a la cabeza porque tengo tan mala memoria que no voy a conseguir averiguar que fue. Os diré concretamente en que momento llegó a su culmen esa molestia misteriosa: fue cuando entré en el ascensor y una muchacha me acompañó con el cigarro encendido hasta la salida del edificio. ¿Sería una flatulencia por la mala digestión que produce el tabaco cuando se combina con demasiados cafés? Es que os prometo que no me acuerdo, pero ahora que digo lo del ascensor sí me viene a la mente que había por allí un olorcillo raro y eso, pero no estoy seguro. Espero haberos dado alguna pista para que me ayudéis a recordar…

sábado, mayo 27, 2006

Antropología: El Homo Fumans

Realmente hay gente que confunde la perseverancia con la obstinación. Este es el caso de las hordas de adoradores del vicio que insisten en evidenciar virtudes que jamás existieron: las del cigarro. Dado que la mayoría de sus insostenibles argumentos no tienen fundamento que los cimiente, a veces aluden a la sugerente moral hedonista que parecen profesar, usando el paquete de tabaco como bandera. La sarta de impúdicas estupideces con las que pretenden defender lo indefendible a toda costa es ilimitada y la quebrada visión de la realidad que tratan de proyectarnos, especialmente cuando se refieren a consideraciones económicas en las que se antepone el dinero de unos pocos a la salud general, resulta histéricamente irrisoria. Tras leer unos cuantos de éstos da la sensación de que un ente superior desconocido los ordena sacerdotes y apóstoles para inculcarles el pregón del evangelio según Judas. Es decir, o no piensan por sí mismos del todo, o su adicción al cigarro no les permite tener otra musa de la inspiración, o alguien los tiene a sueldo.

Por otro lado, no veo motivos para defender la postura de los no-fumadores porque es la natural y en esta lucha gozan del favor de la razón y de la verdad. De hecho, pocas veces en la historia de la humanidad se ha estado tan cerca de la verdad absoluta a la hora de abordar un conflicto como lo están actualmente los detractores del tabaco. Efectivamente, no hace falta que se pronuncien a nuestro favor, ni la OMS, ni las izquierdas progresistas, ni las evidencias científicas y estadísticas etc. Nuestra causa es justa, nuestra razón incuestionable y, alentados por todo ello, nuestra determinación se fortalecerá de manera implacable día tras día, porque el mero transcurso del tiempo es nuestro más firme e infalible aliado.

De esta manera, aquellos defensores del libertinaje tabaquero que creen tener la razón han de ver –si son lo bastante jóvenes y no insisten en acortar su vida en exceso- como su forma de ver la vida, ese símbolo de prestigio social que ahora adoran, es destruido irremediablemente. Sin terminar de caer en el olvido, han de ver como en décadas el acto de fumar en público acabará siendo percibido como lo que siempre debió ser: como un acto sucio, bárbaro e irracional, como el vestigio de un comportamiento primitivo.

Desde mi personal punto de vista, el fumador convencido –el 90% de ellos- es un ser en un estadio de evolución inferior al no-fumador convencido. Hablo del Homo fumans, un eslabón perdido entre el primigenio Homo sapiens y el Hombre actual. Su retraso no es sólo histórico o cultural, sino que también es moral. Veamos detenidamente las deficiencias del Homo fumans que evitan su progreso a un estadio superior en su evolución:

Es un conformista.

Y además declarado. De hecho, ideológicamente, una rama evolutiva –de tendencia conservadora- es feliz en el mundo que le ha tocado vivir y no quiere que su entorno cambie. Sus enemigos son aquellos que buscan el bienestar y el progreso de la humanidad, porque sabe que con ello él será destruido a la par que su cigarro. Para él todo irá bien mientras tenga a su alcance su oscuro objeto del deseo: el cigarro. Para el Homo fumans otras consideraciones en la búsqueda de la felicidad son secundarias.

Carece de autoestima.

Aun siendo consciente en algunos momentos de su inferioridad, no es capaz o no tiene voluntad para mejorar, i.e. para reconocer su error y abandonar el obstáculo que le impide evolucionar. Es esclavo del cigarro y nunca cree que merezca el honor de sublevarse contra su tiranía. Pues adora y ama al cigarro su señor por encima de todas las cosas, incluso más que a su salud física y mental. Caminaría descalzo por un sendero de clavos y ascuas incandescentes, o cruzaría a nado un río en llamas, si supiese que al otro lado de la orilla le esperaba su señor el cigarro. Tan sólo su vacía soberbia y su autocomplacencia consiguen compensar esa falta de autoestima de cara a la sociedad.

Es un egoísta.

Es el egoísta por excelencia. Su lema principal es el de “ande yo caliente y jódase la gente”, porque no duda a arrogarse para sí el espacio vital ajeno, a sabiendas de que invade con sus malos humos pulmones que no le pertenecen. Por supuesto, tampoco le pasa por la cabeza el perjuicio indirecto que pueda ocasionar al conjunto de la sociedad a base de lucrar a las tabacaleras y a otras mafias con tan buena disposición.

Es un maleducado.

Sí, el fumar en público es ante todo un gesto de mala educación. Partiendo de lo anterior, una de las características primordiales del Homo fumans es su exhibicionista falta de modales. No sabe pedir las cosas por favor, ni permiso, ni disculpas cuando el protocolo lo establece. Es incapaz de ajustarse a cualquier tipo de norma adoptada de común acuerdo y el respeto no es precisamente su punto fuerte. Es esta falta de respeto quizás su característica más repudiable.

Es un irresponsable.

Es completamente incapaz de medir las consecuencias de su acto para su salud y para la de los que le rodean. Si alguien enferma a causa del tabaquismo preferirá recurrir a la delincuencial atribución externa -habrán sido las chimeneas de las industrias, los tubos de escape de los automóviles, le vendría de herencia, no era sólo que fumaba el único problema, de algo tenía que morir…-. Sin duda el Estado debería obligar a los miembros de esta especie a pagar un seguro de responsabilidad civil que cubriese daños a terceros. Sus fondos podrían destinarse a cubrir el inmenso gasto sanitario que ocasionan estos homínidos.

En conclusión, su inadaptación a una sociedad abierta, moderna y sofisticada es manifiesta. De modo que estos acuciantes problemas de adaptación serán la causa de su inmediata desaparición, lo cual será un hecho tan necesario como inevitable. Por tanto, podemos decir que el Homo fumans es una especie condenada a la extinción, pues hasta ahora sus miembros no han sabido demostrar una capacidad de adaptación al medio que les permita sobrevivir en el seno de las selectas sociedades del futuro.

Esa España profunda

En estos días azules, en los que tan buena temperatura ha hecho, he aprovechado para darme un respiro. Para alejarme del mundanal ruido y del mundanal humo de la ciudad mientras me paseo con el “amoto” por los caminos rurales de esos pueblos de la España profunda.

Hice la primera parada en el arcén de una regional. A un par de metros del asfalto había una fresneda y tras la primera fila de árboles un riachuelillo silencioso describía su curso entre zarzas. Como buen ingenuo pensaba que no había posibilidad alguna de fracaso en mi búsqueda de la paz y el aire puro que tanto añoraba. Pero pronto el idílico paisaje, el ambiente pastoril y el sentimiento melancólico de aquel que una vez creció entre campo y naturaleza me recordaron su inexistencia, con su ausencia. Sólo quedaba el sentimiento de nostalgia de épocas que jamás viví, salvo en sueños o lecturas de clásicos. Pues en las musgosas orillas destacaba un brillo iridiscente que típicamente es producido por cualquier sustancia oleosa, jabón potásico o el alquitrán y otros componentes químicos que liberan una colilla cuando se pone a remojo. Efectivamente, ahí estaban las asquerosas colillas que en un principio pasaron desapercibidas flotando sin vaivén: no haría mucho, algún otro viajero habría aprovechado para vaciar el cenicero de su coche. Era hora de subirse otra vez a la moto.

No es que mi instinto misántropo no prefiera el ruido de un motor antes que el incoherente bullicio de cierto tipo de gente. Pero el desasosiego que causa una cerrazón del cielo tan inesperada cuando vas en moto es notorio. Con las primeras gotas de lluvia la prudencia llama a la razón y, finalmente, tras reprimir tu rabia acabas parando para buscar refugio en la población más cercana, como así hice.

Pero poco podía sospechar yo que esa rabia era el anticipo de la ira. La rabia, como si de una vacuna se tratase, quizás me salvaría de una situación incómoda y violenta dada mi beligerante naturaleza, sobre todo cuando estoy de mal carácter -por aquello de mi instinto misántropo- como ya he dicho antes. Porque sólo se puede estar enfadado o con un estado de ánimo negativo durante un tiempo determinado y, por fortuna, generalmente breve.

Esto evidentemente no sucede así. Más bien esa rabia es a veces el preludio de la ira como si de una premonición irracional se tratase y, ese día, sólo la tardanza del desencadenante o que, entre las innumerables gotas de lluvia que caían, no estuviera la que colma el vaso, podían variar mi destino. Pues llegada la rabia, sólo el tiempo la disipa y evita que ésta, por un accidente añadido, se torne en ira.

Así, ya con los pies en la civilización, ese desencadenante da aviso de su inminente llegada: a la entrada del pueblo de dos mil habitantes, de cuyo nombre no quisiera acordarme, se halla una huerta. Allí, un agricultor insiste en terminar de quemar los resultados de su poda primaveral de naranjos antes de que la lluvia arrecie. El humo en sí es molesto, sobre todo cuando la combustión no es buena debido a la interferencia natural del agua, que no consigue apagar lo que el hombre insiste en que siga ardiendo. Pero es molesto sobre todo porque es innecesario, poco ecológico y sucio –además de que está prohibido-. Claro que en estos pueblos eso es de difícil asimilación. El civismo no suele ser precisamente la característica primordial que impregna el quehacer diario de esas gentes. Más bien sus comportamientos se rigen por las necesidades inmediatas. La escasez y la miseria agudizaron en otros tiempos instintos poco nobles, si es que se puede hacer tal valoración de los instintos que, por definición ni siquiera dan como resultado actos voluntarios. En cualquier caso existen pueblos en los que las gentes han heredado de sus antepasados un cierto embrutecimiento. Tal legado obtiene su protección natural, generación tras generación, en el seno de las sociedades cerradas que las acogen. Así, en personas de mediana-avanzada edad, mentalidades realmente obsoletas están al alcance de cualquier historiador, antropólogo o estudioso que quiera una referencia para entender la mentalidad de su tatarabuelo. Con tal embrutecimiento me refiero además al aspecto estético de sus actos, a los comportamientos que manifiestan, los cuales son consecuentes con la mentalidad de la que se derivan. Pero centrémonos de una vez en el aspecto estrictamente sensorial del resultado de ese consecuente proceder…

Es indudablemente la cultura del humo y del fuego la que impregna la vida cotidiana de este género de pueblos. En invierno las chimeneas de los hogares son el indicativo irrefutable de esa cultura en las sociedades familiares y cerradas de las que hablo. El resultado para el viandante es obvio: el aire huele a humo y aquellas ropas tendidas cuando terminen de secarse lo harán también. No obstante esta actividad, aunque a mucha gente le pueda desagradar sí se podría considerar como un acto respetable, porque el fin sí es necesario, aunque se pueda discutir hasta que punto imprescindible si existen alternativas que causen menos molestias. Por otro lado, lo de quemar restos de podas o rastrojos es una peligrosa y sucia labor, sobre todo cuando se pueden sencillamente llevar a un área habilitada por el Ayuntamiento. Si éste está al tanto de los planes de gestión de residuos agrícolas, claro está.

En cualquier caso, tal tolerancia al humo tiene su traslado –más bien casual- en la aplicación de nuestra Ley Antitabaco –no me importa llamarla así-. Retomando mi historia diré que el nivel de acatamiento en ese pueblo era terrorífico. Sencillamente, el BOE de ese día parecía que nunca había llegado. A decir verdad, el único sitio donde encontré un prohibido fumar fue en la puerta del Ayuntamiento y en el banco. En ningún otro lugar.

De esta manera, daba igual que un restaurante tuviera unas dimensiones u otras. En cualquier caso todos fumaban como carreteros. En el que estuve, una mujer embarazada, flanqueada por los risueños miembros de su familia, fumaba mientras le regañaba a su hijo que intentaba sacar todas las servilletas del servilletero. El pudor era inexistente en cualquier caso, pues nadie era consciente de nada en aquel momento. La única preocupación de los dueños podría ser el que la gente con la lluvia llenara un poco más de la cuenta el comedor, en detrimento de la terraza. Pero, seguramente, darían por supuesto que en ciento cincuenta metros cuadrados de comedor el humo se disiparía lo suficiente como para que no molestara.

Inmediatamente después de haber conseguido pagar la cuenta fui a uno de los bares, por aquello del café durante la sobremesa. A los pocos segundos de estar en el bar, tuve la sensación de haber salido del trueno para caer en el relámpago. Allí el número de cigarros encendidos era el mismo que en el restaurante pero en cuatro veces menos espacio. Ni que decir tiene que no le deje propina al camarero. De todas maneras tenía prisa por salir de esa cámara de gas para terminar de hacer tiempo en otro sitio en el que, a ciencia cierta, no iba a haber posibilidad de que estuviese ahumado: la iglesia. La hora y el día permitían mi visita a uno de estos monumentos de techo alto. Allí, bajo el botafumeiro –pese a que la etimología pueda dar que pensar – sabía que iba a estar libre de humo. Entonces uno piensa cual es la razón de ello, ¿por qué el respeto y la educación se acentúan en un lugar sagrado? ¿demuestra ello que el fumador es consciente de que practicar su hábito en tal lugar es un gesto de mala educación y una falta de respeto al prójimo? ¿acaso cree que en la iglesia es más visible a los ojos de Dios y le daría vergüenza sentirse observado y juzgado por Él o es sólo una cuestión de tradición?. Todas estas preguntas son irrelevantes, salvo por el hecho de que ponen de manifiesto que aún queda en ellos el sentido del respeto. Entonces si son capaces de respetar les falla la aplicación práctica de ese respeto o, en otras palabras, no son respetuosos en otros sitios porque no les da la gana. No les da la gana porque no tienen una razón para hacerlo, ya que de su gesto no se deriva una consecuencia negativa -para ellos-. En otros lugares, fuera de la iglesia, el miedo a la censura por parte del fumador pasivo, del cura o de la Administración… no existe.

A través de las vidrieras se podía comprobar como la lluvia cesaba, razón por la que decidía salir de allí para reemprender la marcha. De camino hasta mi vehículo tuve el honor de cruzarme por esas estrechas aceras con algunos lugareños. El primero un anciano de los de boina y cayado, rechoncho, de complexión desgarbada y patizamba. Iba orgulloso exhibiendo el humeante puro entre sus postizos y amarillentos dientes; botín que debió de conseguir en alguna boda de un sábado anterior.

La segunda era una chica joven, quizás adolescente, que con algo más de estilo sostenía un cigarrillo con su mano derecha, mientras apoyaba la izquierda en su cadera, como queriendo darse aires de sofisticada. Así cruzó la puerta de acceso al interior de un antro del que salía un ruidillo al que eruditamente se podría llamar música tecno o discotequera, pero que la mayoría más bien conocemos como bacalao desfasado.

Ya a la salida veo otra vez al maldito, con sus botas de riego y su chaqueta de cazador, tirando sobre el humeante montón de ramas mal quemadas una colilla tras darle la última calada. No pude aguantarlo más y me baje de la moto para increparlo…

Este género de personas suelen ser hombres de semblante siniestro, chapados a la antigua, machistas, celosos y egoístas con una conciencia ecológica nula. Parecen sacados de la obra de Machado “La tierra de Alvar González”. Cuando se echan al monte no sufren remordimientos a la hora de abatir rapaces que puedan suponer una competencia en su cacería, ni escrúpulos al tirar colillas que a menudo incendian nuestros bosques. En definitiva, el repertorio de imperdonables defectos que poseen es inmenso. Por ello, estos hombres indignos merecen ser increpados con cualquier excusa. Aún siendo por propia ignorancia “santos inocentes” es necesario destruir la poca consideración social que puedan tener hasta la marginalidad si es preciso. Sólo así, haciendo uso de su única característica aprovechable –la cobardía- podremos en el presente obligarles a mostrar una de las virtudes más preciadas del ser humano: el respeto.

Finalmente, me alejé de ese pueblo conforme el cielo se abría y el sol volvía a lucir. Ya estaba más calmado pero de vez en cuando seguía mirando hacia atrás con ira.

viernes, mayo 26, 2006

Mirando hacia atrás con ira

Este es un blog dirigido exclusivamente a los no fumadores más convencidos. Sólo lo escribo pensando en el regocijo de ellos y en el mío propio. Por favor, si no eres un adepto a nuestro movimiento, no pierdas el tiempo leyendo esto. Puedes leer los artículos y ensayos de Juan Ramon Rallo o Iñaki Ezkerra. Ellos escriben muy bien y cobran por ello, yo no.

Por otra parte, si eres un fumador y quieres fumar más contacta con el Club de Fumadores por la Tolerancia. Ellos te entenderán, nosotros no.

No pretendo ni moralizar, ni concienciar sobre el hecho, ni crear atmósferas de entendimiento entre mi colectivo y el otro, ni siquiera voy a esforzarme en ser políticamente correcto. Tampoco tengo interés en confrontar a dichos grupos porque el conflicto ya existe desde hace décadas y las posiciones fueron, son y serán irreconciliables.

Como ya he dicho antes, esta página va dirigida a los adeptos a mi manera de pensar y sentir. No trato de persuadir o convencer a otros, ni de radicalizar posturas entre mi colectivo. Por tanto, al escribir esto, busco la catarsis tanto para el resto de no fumadores como para mi.

No me voy a limitar a criticar a modo de artículo de opinión los ensayos, ideas, declaraciones, etc. de otros. También escribiré ficción, algún monólogo, puede que de corte racional, puede que entre lo onírico y lo delirante o puede que nada de lo anterior.