sábado, mayo 27, 2006

Esa España profunda

En estos días azules, en los que tan buena temperatura ha hecho, he aprovechado para darme un respiro. Para alejarme del mundanal ruido y del mundanal humo de la ciudad mientras me paseo con el “amoto” por los caminos rurales de esos pueblos de la España profunda.

Hice la primera parada en el arcén de una regional. A un par de metros del asfalto había una fresneda y tras la primera fila de árboles un riachuelillo silencioso describía su curso entre zarzas. Como buen ingenuo pensaba que no había posibilidad alguna de fracaso en mi búsqueda de la paz y el aire puro que tanto añoraba. Pero pronto el idílico paisaje, el ambiente pastoril y el sentimiento melancólico de aquel que una vez creció entre campo y naturaleza me recordaron su inexistencia, con su ausencia. Sólo quedaba el sentimiento de nostalgia de épocas que jamás viví, salvo en sueños o lecturas de clásicos. Pues en las musgosas orillas destacaba un brillo iridiscente que típicamente es producido por cualquier sustancia oleosa, jabón potásico o el alquitrán y otros componentes químicos que liberan una colilla cuando se pone a remojo. Efectivamente, ahí estaban las asquerosas colillas que en un principio pasaron desapercibidas flotando sin vaivén: no haría mucho, algún otro viajero habría aprovechado para vaciar el cenicero de su coche. Era hora de subirse otra vez a la moto.

No es que mi instinto misántropo no prefiera el ruido de un motor antes que el incoherente bullicio de cierto tipo de gente. Pero el desasosiego que causa una cerrazón del cielo tan inesperada cuando vas en moto es notorio. Con las primeras gotas de lluvia la prudencia llama a la razón y, finalmente, tras reprimir tu rabia acabas parando para buscar refugio en la población más cercana, como así hice.

Pero poco podía sospechar yo que esa rabia era el anticipo de la ira. La rabia, como si de una vacuna se tratase, quizás me salvaría de una situación incómoda y violenta dada mi beligerante naturaleza, sobre todo cuando estoy de mal carácter -por aquello de mi instinto misántropo- como ya he dicho antes. Porque sólo se puede estar enfadado o con un estado de ánimo negativo durante un tiempo determinado y, por fortuna, generalmente breve.

Esto evidentemente no sucede así. Más bien esa rabia es a veces el preludio de la ira como si de una premonición irracional se tratase y, ese día, sólo la tardanza del desencadenante o que, entre las innumerables gotas de lluvia que caían, no estuviera la que colma el vaso, podían variar mi destino. Pues llegada la rabia, sólo el tiempo la disipa y evita que ésta, por un accidente añadido, se torne en ira.

Así, ya con los pies en la civilización, ese desencadenante da aviso de su inminente llegada: a la entrada del pueblo de dos mil habitantes, de cuyo nombre no quisiera acordarme, se halla una huerta. Allí, un agricultor insiste en terminar de quemar los resultados de su poda primaveral de naranjos antes de que la lluvia arrecie. El humo en sí es molesto, sobre todo cuando la combustión no es buena debido a la interferencia natural del agua, que no consigue apagar lo que el hombre insiste en que siga ardiendo. Pero es molesto sobre todo porque es innecesario, poco ecológico y sucio –además de que está prohibido-. Claro que en estos pueblos eso es de difícil asimilación. El civismo no suele ser precisamente la característica primordial que impregna el quehacer diario de esas gentes. Más bien sus comportamientos se rigen por las necesidades inmediatas. La escasez y la miseria agudizaron en otros tiempos instintos poco nobles, si es que se puede hacer tal valoración de los instintos que, por definición ni siquiera dan como resultado actos voluntarios. En cualquier caso existen pueblos en los que las gentes han heredado de sus antepasados un cierto embrutecimiento. Tal legado obtiene su protección natural, generación tras generación, en el seno de las sociedades cerradas que las acogen. Así, en personas de mediana-avanzada edad, mentalidades realmente obsoletas están al alcance de cualquier historiador, antropólogo o estudioso que quiera una referencia para entender la mentalidad de su tatarabuelo. Con tal embrutecimiento me refiero además al aspecto estético de sus actos, a los comportamientos que manifiestan, los cuales son consecuentes con la mentalidad de la que se derivan. Pero centrémonos de una vez en el aspecto estrictamente sensorial del resultado de ese consecuente proceder…

Es indudablemente la cultura del humo y del fuego la que impregna la vida cotidiana de este género de pueblos. En invierno las chimeneas de los hogares son el indicativo irrefutable de esa cultura en las sociedades familiares y cerradas de las que hablo. El resultado para el viandante es obvio: el aire huele a humo y aquellas ropas tendidas cuando terminen de secarse lo harán también. No obstante esta actividad, aunque a mucha gente le pueda desagradar sí se podría considerar como un acto respetable, porque el fin sí es necesario, aunque se pueda discutir hasta que punto imprescindible si existen alternativas que causen menos molestias. Por otro lado, lo de quemar restos de podas o rastrojos es una peligrosa y sucia labor, sobre todo cuando se pueden sencillamente llevar a un área habilitada por el Ayuntamiento. Si éste está al tanto de los planes de gestión de residuos agrícolas, claro está.

En cualquier caso, tal tolerancia al humo tiene su traslado –más bien casual- en la aplicación de nuestra Ley Antitabaco –no me importa llamarla así-. Retomando mi historia diré que el nivel de acatamiento en ese pueblo era terrorífico. Sencillamente, el BOE de ese día parecía que nunca había llegado. A decir verdad, el único sitio donde encontré un prohibido fumar fue en la puerta del Ayuntamiento y en el banco. En ningún otro lugar.

De esta manera, daba igual que un restaurante tuviera unas dimensiones u otras. En cualquier caso todos fumaban como carreteros. En el que estuve, una mujer embarazada, flanqueada por los risueños miembros de su familia, fumaba mientras le regañaba a su hijo que intentaba sacar todas las servilletas del servilletero. El pudor era inexistente en cualquier caso, pues nadie era consciente de nada en aquel momento. La única preocupación de los dueños podría ser el que la gente con la lluvia llenara un poco más de la cuenta el comedor, en detrimento de la terraza. Pero, seguramente, darían por supuesto que en ciento cincuenta metros cuadrados de comedor el humo se disiparía lo suficiente como para que no molestara.

Inmediatamente después de haber conseguido pagar la cuenta fui a uno de los bares, por aquello del café durante la sobremesa. A los pocos segundos de estar en el bar, tuve la sensación de haber salido del trueno para caer en el relámpago. Allí el número de cigarros encendidos era el mismo que en el restaurante pero en cuatro veces menos espacio. Ni que decir tiene que no le deje propina al camarero. De todas maneras tenía prisa por salir de esa cámara de gas para terminar de hacer tiempo en otro sitio en el que, a ciencia cierta, no iba a haber posibilidad de que estuviese ahumado: la iglesia. La hora y el día permitían mi visita a uno de estos monumentos de techo alto. Allí, bajo el botafumeiro –pese a que la etimología pueda dar que pensar – sabía que iba a estar libre de humo. Entonces uno piensa cual es la razón de ello, ¿por qué el respeto y la educación se acentúan en un lugar sagrado? ¿demuestra ello que el fumador es consciente de que practicar su hábito en tal lugar es un gesto de mala educación y una falta de respeto al prójimo? ¿acaso cree que en la iglesia es más visible a los ojos de Dios y le daría vergüenza sentirse observado y juzgado por Él o es sólo una cuestión de tradición?. Todas estas preguntas son irrelevantes, salvo por el hecho de que ponen de manifiesto que aún queda en ellos el sentido del respeto. Entonces si son capaces de respetar les falla la aplicación práctica de ese respeto o, en otras palabras, no son respetuosos en otros sitios porque no les da la gana. No les da la gana porque no tienen una razón para hacerlo, ya que de su gesto no se deriva una consecuencia negativa -para ellos-. En otros lugares, fuera de la iglesia, el miedo a la censura por parte del fumador pasivo, del cura o de la Administración… no existe.

A través de las vidrieras se podía comprobar como la lluvia cesaba, razón por la que decidía salir de allí para reemprender la marcha. De camino hasta mi vehículo tuve el honor de cruzarme por esas estrechas aceras con algunos lugareños. El primero un anciano de los de boina y cayado, rechoncho, de complexión desgarbada y patizamba. Iba orgulloso exhibiendo el humeante puro entre sus postizos y amarillentos dientes; botín que debió de conseguir en alguna boda de un sábado anterior.

La segunda era una chica joven, quizás adolescente, que con algo más de estilo sostenía un cigarrillo con su mano derecha, mientras apoyaba la izquierda en su cadera, como queriendo darse aires de sofisticada. Así cruzó la puerta de acceso al interior de un antro del que salía un ruidillo al que eruditamente se podría llamar música tecno o discotequera, pero que la mayoría más bien conocemos como bacalao desfasado.

Ya a la salida veo otra vez al maldito, con sus botas de riego y su chaqueta de cazador, tirando sobre el humeante montón de ramas mal quemadas una colilla tras darle la última calada. No pude aguantarlo más y me baje de la moto para increparlo…

Este género de personas suelen ser hombres de semblante siniestro, chapados a la antigua, machistas, celosos y egoístas con una conciencia ecológica nula. Parecen sacados de la obra de Machado “La tierra de Alvar González”. Cuando se echan al monte no sufren remordimientos a la hora de abatir rapaces que puedan suponer una competencia en su cacería, ni escrúpulos al tirar colillas que a menudo incendian nuestros bosques. En definitiva, el repertorio de imperdonables defectos que poseen es inmenso. Por ello, estos hombres indignos merecen ser increpados con cualquier excusa. Aún siendo por propia ignorancia “santos inocentes” es necesario destruir la poca consideración social que puedan tener hasta la marginalidad si es preciso. Sólo así, haciendo uso de su única característica aprovechable –la cobardía- podremos en el presente obligarles a mostrar una de las virtudes más preciadas del ser humano: el respeto.

Finalmente, me alejé de ese pueblo conforme el cielo se abría y el sol volvía a lucir. Ya estaba más calmado pero de vez en cuando seguía mirando hacia atrás con ira.