lunes, enero 28, 2008

El humo radiactivo


El año pasado asistimos al fallecimiento del ex-espía ruso Alexander Litvinenko. Las autoridades británicas revelaron que su lenta agonía tuvo que ver con la exposición al polonio 210, que es un elemento altamente radiactivo.

Se dispararon las alarmas y la opinión pública británica se escandalizó ante lo que suponía una clara amenaza para la salud pública y la seguridad nacional. Poco después las aguas parecieron calmarse porque aquello fue algo excepcional y porque el Polonio 210 no era tan letal: había estado entre nosotros desde hacía tiempo, pero no se sabía. Antes de la muerte del espía sólo lo sabíamos esas personae non gratae que nos dedicamos a molestar a las tabaqueras.

La combustión de ciertos fosfatos provenientes de abonos y pesticidas, que se hayan presentes en la planta de tabaco, libera el polonio 210, el cual emite radiactividad al ser sometido a la temperatura del cigarro encendido que lo acoge, al igual que ocurre con el plomo 210. Tras cada inhalación de humo de tabaco, el fumador recibe radiactividad en pequeñas dosis; pequeñas pero detectables y muy por encima de lo aconsejado. Para igualar la dosis de radiactividad recibida durante una radiografía de torax, es suficiente con fumar un paquete de cigarrillos a lo largo de una noche en un antro cargado de humo tabacoso.

Por otra parte, en ambientes cargados es lógico pensar que el fumador pasivo también inhala partículas radiactivas provenientes del humo que comparte con el fumador.

La radiactividad presente en el espacio de un local nocturno en el que se fuma profusamente es medible. Porque es España uno de los países de Europa que más índices de radiactividad acusa en sus edificios de acceso público. Todo porque España no huele a ajo, como creía Victoria Beckham; más bien huele a humo de tabaco.

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